Como cada mañana la primera en recibir la luz tenue y suave del sol era la casita en la playa. Sus paredes de madera y techo de palma, situada sobre la suave arenisca amarilla a unos centímetros sobre el agua, el pequeño hogar lucía demasiado bello sobre los macizos soportes cilíndricos lo suficientemente altos para que ni la marea alta causase estragos dentro del humilde lugar. Podría decirse que lo que acontecía era algo propio de la naturaleza o visto bajo otros ojos como si de un mecanismo tan perfecto como la ingeniería de un reloj se tratase. Los primeros rayos iluminaban poco a poco, paso a paso como unas manecillas que cumplen su función de forma eficaz e inalterable. Cada mañana iniciaba como deba de ser, armoniosa, fresca y con luces resplandecientes penetrando por la ventana de aquella casita sobre el rostro de una niña llamada Timia.
Cuando los parpados filtraban parte de la luz mañanera y las mejillas se le entibiaban, Timia sonreía y procedía a levantarse y agitar con ambas manos a su madre. Tiridinthia sonreía y moviendo sus manos por medio del lenguaje de señas, dijo:
—Buenos días estrellita.
Timia asintió satisfecha y procedió a sacar un cepillo de un peinador adornado con conchas, corales, caracoles y figuras de madera talladas. La madre cepillaba enérgicamente y tarareaba mientras la hija, sentada, columpiaba los pies intermitentemente
El día corría perfectamente, como ver un cuadro meticulosamente pincelado. Tiridinthia cepillaba el cabello largo y oscuro de su hija Timia y luego procedía con el propio igual de suave y oscuro. Lo segundo en la agenda era recorrer la playa y buscar alguna fruta como piña o coco, corretear cangrejitos y recoger algún adorno que calificara como especial. Por la tarde se encargaban de subir a su bote y salir a pescar no muy lejos, siempre había bancos de peces dispuestos a picar. Y en ocasiones se sumergían con un cuchillo para extraer algunas almejas.
Cuando Timia estaba inquieta Tiribinthia la dejaba en tierra picando ostiones. Sin embargo, la niña aprovechaba el tiempo y se ponía a pelear con los cangrejos más grandes, tomaba un palo y lo esgrimía como espada. Al caer el sol se dirigían a un pequeño puente inconcluso en donde se sentaban para admirar el atardecer, era algo mágico en el aspecto visual, pues, cada atardecer era distinto uno del otro como si alguien lo hiciera así de especial.
Tiribinthia y Timia vivían su vida, la mayor parte la cotidianeidad iba de la mano con risas, paz, tranquilidad y felicidad. Al igual que muchas situaciones en la vida llegó un ligero tropiezo, un pensamiento fugaz, uno que sembró en Tiribinthia la idea de que era algo perturbadoramente parsimonioso. No sabía con seguridad qué hacía allí o cómo es que llegaban tantas cosas al lugar, es como si todo se limitara a esos momentos. Pero los dejaba ir de largo cada que colocaba su mano bajo la barbilla de su hija y la miraba sonreír, las preguntas se esfumaban.
Al día siguiente Timia abrió los ojos un poco antes y la luz la cegó por unos breves segundo, suficientes para desorientarla y hacerla tropezar. Se llevó un golpe en la frente, el retumbar del golpetazo alarmó a Tiribinthia quien inmediatamente auxilió a su hija y la consoló. El resto del día procedió como siempre, pero mientras pescaban y se sumergían una estrella de mar se adhirió en la frente de Timia, justo donde le había salido un pequeño chichón. Tiribinthia le hizo señas:
—Me gusta tu nueva curita —la madre rió dejando escapar unas cuantas burbujas de su boca.
Timia sonrió y el suceso de aquel golpe, en tan solo cuestión de horas, se había convertido en una anécdota chistosa.
La mañana siguiente los rayos del sol fueron medianamente obstruidos por una persiana, Timia tardó un poco más en despertar y luego comenzó la rutina con el paso uno: agitar a su madre. Cuando Tiribinthia se sentó en la cama esperando los cepillos se percató de que el peinador estaba ligeramente movido, no estaba el espejo donde debería y por más que frunció el ceño no recordaba haber colocado persianas.
—Me gustan las persianas, son bonitas, se abren y cierran fácil —al terminar de formar esa última palabra Timia giró el tirador y la cuerda mostrando su punto.
Tiribinthia lo dejó pasar.
Por la tarde se dirigieron al bote al punto de extracción de almejas. En esta ocasión la almeja estaba sumamente atorada, ofrecía resistencia y Tiribinthia se cortó gran parte de la palma de su mano.
Para el atardecer se encontraban sentadas a orillas del puente inconcluso, acurrucadas una sobre la otra. Tiribinthia intentó decirle a su hija —Es hermoso, ¿no? —refiriéndose al atardecer, pero la madre había olvidado el corte de su palma y solo consiguió hacer señas torpes.
Timia sonrió y acompañada de una risa infantil sus pequeñas manos decían: —hablas peor que un bebé.
Madre e hija rieron bajo el último resplandor naranja.
Otra mañana y otra singularidad, cuando Timia hubo despertado a su madre, la mujer se miraba curiosa la mano. Se encontraba mejor y dolía menos, podía moverla sin casi nada de dificultad y la cicatriz apenas se notaba. Era como si hubiera puesto algún ungüento mágico o milagroso sobre su palma.
Madre e hija salieron de su pequeña choza dirigiéndose a recolectar algunos cocos cerca del puente inconcluso. Tiribinthia miraba al horizonte lleno de nubes blancas. A esa hora tan temprano, pero no más temprano que ellas, las gaviotas pescaban con sus picos y se sentaban sobre las firmes tablas a engullir los pescados. Normalmente a la llegada de estas aves ambas se retiraban a los pocos minutos, pero Timia tuvo el impulso infantil de cualquier niño enérgico de correr a espantar a las gaviotas. La parvada accidentalmente lastimó a Timia, nada de gravedad, solo un empujón. Tiribinthia se acercó a su hija para consolarla, levantarla y sacudirle la arena y plumas con suaves palmaditas alrededor de su pequeño cuerpo.
El viento comenzó a empujar las nubes y Tiribinthia divisó algo por breves segundos, parecía la silueta de un faro o una torre.
—Qué extraño, nunca la había… —y Tiribinthia cortó su pensamiento.
¿En verdad no había visto algo que parecía llevar años allí? La mujer sintió su mente bloqueada por una especie de neblina densa. Timia tuvo que sacarla del trance con unos pequeños jalones.
—¿Todo bien, mamá? —preguntó con sus manos apremiantes una vez que vio reaccionar a su madre.
Para cuando Tiribinthia respondió que se encontraba bien volvió a levantar la mirada para ver nuevamente aquella lejana silueta pero las nubes ya la cubrían nuevamente. El resto del día corrió con relativa normalidad, salvo que la semilla sobre la incógnita ya había germinado en Tiribinthia y al anochecer las diminutas raíces hacían que se preguntara sobre aquella torre y el puente.
Amaneció radiante como era costumbre, el ritual del cepillado fue ejecutado con elegancia y partieron nuevamente por algunos cocos. Timia se extrañó pues nunca iban dos días seguidos por la mañana al puente inconcluso, solo la asistencia para admirar al atardecer era inalterable. Cuando llegaron todo se encontraba aparentemente normal, recolectaron unos cuantos cocos pequeños y menos cantidad que el día anterior; solo era para hacer tiempo. Esperaron y Tiribinthia se desorientó un buen rato, se percató que era un tanto más tarde cuando el sol se posó en el punto más alto del cielo.
—¿Viste alguna gaviota hoy? —Preguntó la madre.
Timia negó con la cabeza y continuó haciendo pequeños castillos de arena. Tiribinthia frunció el ceño y se retiró junto con su hija Timia.
Sin esperar más se dirigieron al sitio de los abundantes mejillones, estuvieron andando un rato y tampoco había señales de gaviotas. Al cabo de un minuto o dos mientras reposaban bajo la sombra de una palapa se aparecieron un par de gaviotas de la nada. Aquello turbó un poco la cabeza de Tiribinthia.
—¿En qué momento llegaron? No las vi pasar volando —se preguntó Tiribinthia.
Timia venía de regreso sacudiendo un palo con una expresión de fastidio.
—Vayamos a pescar, me estoy aburriendo —dijo después de haber arrojado el palo con cierto enfado a la arena.
La niña enfatizó con ambas manos ‘‘aburrida y harta’’.
Tiribinthia estaba ligeramente confundida, sabía que su hija adoraba pelear con los cangrejos y supuso que probablemente algún cangrejo grande la lastimó.
—No debes enfadarte así porque un cangrejo te haya vencido, no voy a dejarte por un crustáceo que es mucho mejor combatiente que tú —sonrió y a su hija se le escapó una risa breve y divertida.
—Soy buena perdedora, pero no hay con quien perder, al menos me estaría divirtiendo —replicó Timia disminuyendo su berrinche.
Tiribinthia se puso a caminar y confirmó que no había cangrejo alguno, revisó también las trampas para cangrejos y solo había uno pequeño. Mientras levantaba la trampa preguntó con la mano libre:
—¿Desde hace cuánto que no encuentras cangrejos?
Timia se limitó a encogerse de hombros e inmediatamente la madre le reprendió con la mirada, la niña hizo un esfuerzo en hacer memoria. Finalmente respondió:
—Desde la última vez que me dejaste picando mejillones por no limpiar los platos.
Tiribinthia meditó un momento y reflexionó en los últimos pequeños cambios de los días anteriores.
—¿Ocurrió algo? ¿Te lastimó un cangrejo? —Preguntó Tiribinthia,
Timia se tomó un segundo y asintió.
—Un pellizco.
Tiribinthia contuvo un momento la respiración y desvió la mirada para ocultar su preocupación. Ladeó la cabeza de nuevo en dirección a su hija, se inclinó y le entregó al pequeño cangrejo.
Esa noche cuando se fueron a la cama Tiribinthia no tenía ganas de conciliar el sueño, quería respuestas pues algo extraño estaba ocurriendo y no le agradaba. Decidió mirar las estrellas, corrió la cortina y conforme más las miraba, más erráticas eran, ¿por qué se movían tanto? Se preguntó y sacudió la cabeza creyendo que necesitaba espabilar. pero no era cansancio, en verdad el cielo se movía frenéticamente como si fuera agitado o arrancado.
Tiribinthia se dirigió a la entrada, abrió la puerta y bajó uno, dos escalones y al dar el tercer paso tuvo que sostenerse del pasamanos con fuerza para no caer; se dio cuenta de la horrible oscuridad de aquel lado no había luna ni estrellas, y bajo su pie colgante un abismo sin fondo.
La madre se dejó caer lentamente de nalgas y gateó hasta la cama, se acurrucó y cubrió a su hija en brazos, se tragó los sollozos y apretó los dientes. Cerrando así el nudo en su garganta. Se quedó dormida del agotamiento por tanto temblar.
Cuando Timia despertó no estaba su madre, solo el desayuno servido y una nota que indicaba ‘‘Fui al puente’’. Cuando la niña llegó vio a su madre sudando y con el cabello sujetado a manera de cola de caballo, con ropa arremangada y un overol. Observó también que a un lado, en el mar, estaba el bote destruido. Caminó bastante, su madre había hecho un gran avance en el puente inconcluso. Al estar cerca su madre le sonrió.
—¿Me alcanzas esos clavos? —Pidió Tiribinthia.
Timia asintió, y con su energía y disposición de infante que se siente parte de algo, ayudó a su madre toda la tarde como si de un juego nuevo se tratase. Era la asistente perfecta, dispuesta a hacer lo que su madre le pidiera sin rezongar, porque si era eficaz le daba tiempo de corretear y tirarse algún clavado.
—¿Qué ocurrió con el bote? —Preguntó Timia al cabo de un rato.
—Esa roca ocurrió —respondió Tiribinthia.
La madre señaló una roca larga y puntiaguda que salía del mar, Timía volteó a mirarla y era una rompe olas perfecta, y rompe botes según tu situación, se encontraba a unos cuantos metros más allá del puente inconcluso, al parecer Tiribinthia había intentado comprobar algo.
—No recuerdo haberla visto antes —recalcó Timia inocentemente.
Tiribinthia sintió escalofríos.
Aquel día no hicieron lo de costumbre, se acicalaron, vieron algunas estrellas, Tiribinthia con un poco de temor y Timia conectando unas con las otras imaginando animales, y finalmente volvieron a la casita para dormir.
Nuevamente Tiribinthia despertó más temprano y se dirigió al puente. Su disgusto fue en ascenso con cada paso conforme avanzaba por el sitio, contabilizaba los daños del lugar. Algo había desecho parte de lo que avanzó el día anterior. Por un breve momento las nubes del horizonte se apartaron lo suficiente para que Tiribinthia mantuviera la mirada con cierto reto y convicción. Su rostro pasó de una ira en que apretaba los dientes a una sonrisa pícara que aceptaba un desafio.
Cuando Timia llegó, inmediatamente su madre le pidió que volviera a casa y trajera unas cuantas cosas, las necesarias para acampar esa noche a orillas del puente inconcluso. Estaba excitada de la emoción, seguían haciendo algo diferente y le gustaba que su madre le tuviera la confianza de hacer aquellas tareas importantes. Así pasaron el día, con la reparación del puente, levantando la tienda y comiendo mientras hacían comentarios sobre lo distinto que sabía la comida bajo el cielo.
La mañana llegó con nubes oscuras, viento y lluvia. En todo el tiempo que llevaban en ese pequeño paraíso ninguna nube negra se había mostrado. Sin embargo, eso no detuvo a madre e hija. Los días que siguieron la lluvia se convirtió en aguacero torrencial acompañado de fuertes vientos huracanados. Ya era peligroso seguir avanzando. Justo cuando la torre se visualizaba.
Timia lloraba, estaba asustada naturalmente.
—Volvamos a casa —dijo la niña con sus pequeñas manos temblorosas.
De las mejillas de Timia se deslizaban unas cuantas lágrimas. Con todo el afecto y dolor que solo una madre puede experimentar le besó la frente a su hija y la abrazó fuertemente.
—No podemos volver, no temas que yo estoy cuidándote. Te amo —dijo Tiribinthia con sus tibias manos para después limpiarle las mejillas a su niña, a su hija, su estrellita.
Tiribinthia reconoció que seguir construyendo el puente sería inútil además de peligroso, pero sabía que la única manera de averiguar qué ocurría era avanzar.
—¿Y si en verdad no estamos en peligro? —Pensó, dándole vueltas a esa idea—. En todo este tiempo cuando algo malo ocurre se corrige o desaparece, ¿por qué ahora debe ser diferente? Es ilógico —razonó—. Pero, ¿y si estoy equivocada?
Cuando dio la madrugada Tiribinthia salió de la diminuta tienda, la tormenta era extraña, como si el espacio se moviera alrededor de ella, el abismo la miraba. La madre se envalentó y dio un paso decidido, cuando su cuerpo comenzó a caer una especie de tapete se formó debajo de ella. Asustada y victoriosa, Tiribinthia se levantó y levantó ambos brazos en son de victoria, de haber podido gritar de júbilo lo habría hecho. Volvió a la tienda y durmió.
El sol se asomaba, pero no era radiante como antes de la tormenta, era opaco, amarillo sí, pero no era radiante, como si hubieran extraído su fulgor ardiente. No había olas, solo un débil movimiento y al viento le ofendería que siquiera intentaran llamarle brisa a ese ambiente mortecino. Nada de eso afectó el optimismo de Tiribinthia, tomó sus herramientas, vio que el puente inconcluso era ahora el puente inexistente, así que procedió a construir un bote.
No le llevó mucho tiempo construir el bote a Tiribinthia, y sin la tormenta su hija Timia estaba de mejor humor, dispuesta a ayudar en otra cosa distinta que nunca había hecho. Ahora cuando la madre miraba al horizonte, la torre se miraba menos lejana y con menos nubes. Partieron en un atardecer y navegaron con rumbo fijo.
Navegaron acompañados de una neblina que se disipó cuando estuvieron en la entrada de la torre, el pequeño bote ingresó por una especie de acceso de piedra enorme donde un barco grande podría haber entrado sin percance alguno. Parecía que todo estaba preparado para recibirlas, el agua se movía suavemente y había antorchas iluminando el lugar. Después la iluminación se fue acrecentando por luciérnagas y algo que no estaba en su comprensión, magia: pequeños halos de luz verde acompañaban a madre e hija como si las estuvieran guiando. En el recorrido visualizaban pinturas en las paredes, retratos y obras que sacudían la memoria de ambas, sobre todo de Tiribinthia.
Tiribinthia y Timia vieron su vida, o sus vidas, estaban confusas, consternadas. Cuando Tiribinthia miraba el cuadro de una mujer con vestido de flores sentada, una niña con vestido de mariposas sentada sobre una de sus piernas, y tomada de la mano por un hombre bien vestido con camiseta de estrellas a botones, miraba fluctuación, aquel cuadro mostraba vívidamente una secuencia de sucesos. Cada mujer y niña en aquellos cuadros eran madre e hija, eran ellas dos, pero no digerían quién era aquel hombre y por qué dejaba de estar con ellas.
—Debes tener esas preguntas —dijo acompañado con un suspiro un hombre con cabello revuelto y barba desaliñada.
El bote paró a orillas de donde se encontraba aquel hombre, con cierto recelo Tiribinthia se dejó ayudar por el desconocido para descender del bote sin dejar que le ayudara con Timia.
Tiribinthia se preguntaba cómo comunicarse con su anfitrión, no tenía idea sobre si aquel hombre sabría lenguaje de señas, así que en cuanto intentó hacerle seña alguna el hombre le detuvo.
—Habla —dijo.
No había caído en cuenta que le estaba escuchando, lo sintió tan natural que no fue hasta que aquel hombre le indicó que hablara que entró en razón.
—Lo estoy escuchando, mamá —dijo Timia tímida y pausadamente.
—Tu voz… tu dulce voz, ahora la recuerdo —dijo Tiritibinthia y abrazó a su hija llenándola de lágrimas.
El hombre les dejó tener su momento, las observaba con una mirada triste y cansada.
—Usted, es mi esposo, ¿cierto? —preguntó Tiribinthia.
—Sí, así es —respondió el hombre con un tono cansino.
—¿Cuánto llevas haciendo esto? —preguntó Tiribinthia a la par que bajaba a su hija de sus brazos.
—No, cariño, espera un momento —el hombre chasqueó sus dedos y unas luciérnagas descendieron, se posaron sobre las cienes de Timia y a los pocos segundos se puso somnolienta para después caer dormida.
La madre cargó nuevamente a su hija en brazos y cambió su mirar por el de una fiera que toma precaución.
—Habla ya, Tiberus —ordenó con cierto enojo Tiribinthia.
Tiribinthia estaba un tanto perpleja, su memoria comenzaba a ordenarse como un rompecabezas, uno que no solo estaba desordenado, sino enmarañado y quebrado. Tiberus tenía una sonrisa amarga, se notaba en su semblante que había pasado por esto una y otra vez por un largo tiempo.
—Les fallé, Tiri. En verdad que lo he intentado en cada forma imaginable. No te preocupes que seguiré intentando. Por favor, dime en esta ocasión en dónde te gustaría estar —dijo Tiberus mientras caminaba hasta una pequeña habitación con un cuadro en blanco y cientos de otros cuadros con bosquejos descartados y pinturas tachadas.
No había notado Tiribinthia hasta ese momento que las manos de Tiberus estaban temblorosas, lastimadas, con ampollas sobre los cayos y bastante demacrado de su cuerpo. Aquel que fue su esposo, quién sabe cuánto tiempo llevaría haciendo ese trabajo.
—No, Tiberus —dijo Tiribinthia con firmeza y voluntad—. Esta vez no, estoy cansada de ser comprensible, o de que lo haya sido durante tanto tiempo debes…
—…Compartir qué fue lo que ocurrió para encontrar una solución a esto —Tiberus dijo exactamente las palabras que su mujer diría.
El exhausto hombre dio un largo suspiro y talló sus manos sobre sus ojos. Sobó su cabeza con malestar y apretó los nudillos.
—No me hagas repetir esto, solo vuelve y deja que pinte otra vida en lo que encuentro solución —Tiberus se calló al ver el dedo índice de Tiribinthia al nivel de su barbilla apuntando hacia el techo en señal de que se callara.
Pasó un minuto de silencio y Tiberus se acarició el cuello en un intentó en vano de acicalarse, tomó aire y habló como quien ha dado una explicación tan sencilla como destapar una botella cientos de veces.
—Nunca lo haces fácil, Tiri. Hicimos nuestra vida, al menos hasta donde se nos permitió. Seguro ya te estás preguntando cómo es que estás recordando todo, incluso las otras vidas inconclusa, pero no logras recordar en qué momento comenzó todo esto. Se debe a que las perdí, Tiri —los ojos de Tiberus se cubrían de lágrimas— no pueden recordarlo porque murieron de forma tan abrupta que no les dio tiempo de procesarlo. Las extraño tanto que comencé a retratarlas con todo lo que no logramos hacer, él me lo permitió.
—¿Él? —preguntó Tiribinthia y Tiberus asintió esperando esa pregunta.
—Carnágulos —respondió Tiberus con un ligero arrepentimiento y observó toda la estancia alrededor como si cuidara el no ser acechado—. Y no preguntes más acerca de él, seré breve porque nunca hay tiempo y sé que no me dejarás hacer lo que tengo que hacer si no respondo a tus otras inquietudes. Al principio todo marchaba bien, Carnágulos me había brindado una magia aparentemente maravillosa y única, podía estar presente en cada cuadro con ustedes, el presente solo se limitaba a lo que mis manos plasmaran en el lienzo y el futuro a mis sueños, ¿el pasado? Cubierto por la pintura.
»La realidad ya no importaba, con hablar con ustedes también podía ir moldeando sus metas, sueños, lo que las volvía más felices. Con el tiempo fui descubriendo las limitantes de todo esto, pero a gran escala eran detalles menores, todo es insignificante cuando se trata de traer a la vida a las personas que más amas, al menos creí que el precio era insignificante. Al tomar sus materiales de trabajo, fue como si firmara una terrible sentencia, las dejé en el limbo, o en algo peor, Tiri. Me prometí que las sacaría de esto, el problema es que cada vez lo descubren más rápido, en ocasiones tú te das cuenta primero y en otras nuestra amada niña Timia, tan inteligente y perspicaz. Sí, me disculpo por darles incapacidades, pero es la única manera en que puedo retrasarlas un poco.
—Entonces, ¿sostienes nuestras almas en las pinturas? —preguntó Tiribinthia.
—Así es, y cada que llegan aquí se ponen en peligro —dijo aquel hombre dañado.
—Tiberus, no tiene sentido cariño. Si en realidad ese tal Carnágulos quiere nuestras almas, ¿por qué te proporcionó esos materiales en primer lugar? —Tiribinthia se acercó a Tiberus y acarició tiernamente su mejilla— Creo que te están haciendo una mala jugada, estás viviendo un infierno.
—No —replicó Tiberus—, nada que me permita un atisbo de posibilidad para recuperarlas es un infierno alguno.
—Tiberus, tienes que dejarnos ir —dijo Tiribinthia.
—De ninguna manera, Tiri, yo las amo. No me quites esto, por favor —suplicó.
—Lo siento mi amor, pero tienes que continuar —Tiribinthia sonrió con Timia en brazo, con la mano libre tomó una antorcha y comenzó a prender todo en cuanto tenía alrededor.
Las llamas no tardaron en propagarse, los papeles, pinceles, lienzos ardían desprendiendo cada vez más calor. Los artilugios mágicos con los que alguna vez Tiberus pintó chisporrotearon, el hombre intento meter las manos para recuperarlas pero Tiribinthia amenazo con darle un golpe con la antorcha. La madre e hija poco a poco se encontraron rodeadas por círculos de llamaradas.
Tiberus esperó hasta que todo se hubo extinguido, se dejó caer de rodillas y metió sus temblorosas manos entre las cenizas, el llanto del padre era ahogado y doloso.
—Quién diría que una creación del lienzo mágico se daría cuenta que te estaba tomando el pelo antes que tú —dijo una voz nacida de los propios abismos, no una voz vibrante ni gutural, sino una voz limpia y profunda.
Tiberus se quebró en rabia, apretó sus puños al grado de enterrarse sus propias uñas y su cuerpo se agitó violentamente, pataleó en el suelo y después exhaló impotente. Carnágulos se fue con una sonora carcajada dejando un olor a pintura y papel quemado. El hombre después de varias horas se levantó y caminó recorriendo las estancias carbonizadas cuando escuchó unos pasos pequeñitos y observó al suelo, era un pequeño cangrejo caminando de lado, sobre sus pinzas cargaba un pincel. ¡Eso era! El pequeño cangrejo que Tiri había dado a Timia a cuidar. Sonrió a no más poder, se colgó al cangrejo sobre el hombro y con ambas manos sostuvo el pincel dándole un beso.