viernes, 27 de septiembre de 2024

Divagando sobre Bones

 Voy a aprovechar este espacio para lo que se me dé la gana (?) y no tenerlo tan abandonado. Así que les comparto una de las reflexiones que hice hace un tiempo de la series Bones (2005).

Estaba mirando un episodio de Huesitos donde una de las premisas es que Booth (David Boreanaz )se siente conflictuado por el repentino compromiso de boda de su hermano Jared (Brendan Fehr). El chiste es que en situaciones anteriores se plantea que Booth es bastante sobreprotector con su hermano y le parece irracional que forme un compromiso de esa escala con alguien que considera apenas conoce, entonces investiga a la muchacha, Padme (Dilshad Vadsaria). Entonces encuentra lo que no le parece y va a contarle a su hermano ''un registro de hace 4 años de Padme muestra que fue dama de compañía'', obvio Jared se enfada no por la información sino por el hecho de lo que hizo Booth.

El tema de lo ocurrido se da con Huesitos (Emily Deschanel), y aquí viene una de esas tantas cosas que me gustan de la serie, le plantea que se siente ansiosa, conflictuada, con una molestia que no la deja estar en paz. La doctora Huesitos le pone en mesa que no le hace sentido que no pueda aceptar que la prometida de Jared sea una ex-prostituta, que carezca de confianza en la decisión de su hermano. Antes de que Booth replique ella le recuerda que él fue muy insistente para que dejara entrar de nuevo en su vida a su padre, quien tiene un récord criminal donde se incluye asesinato.

Prácticamente expone que se cuestione qué hay de diferente entre el padre de ella y la prometida de Jared, por qué en uno se podía depositar cierta tolerancia y en otro no. Claro que Booth lo medita y cambia de opinión; a lo que voy es que es la parte de la serie que aparto para absorber, reflexionar un poco las cosas que dejamos pasar desapercibidos en el diario. ¿Por qué aceptamos ciertas acciones, situaciones, actitudes en ciertas personas y en otras no? Creo que cierta parte de la cosa se inclina entre confianza y desconfianza, en lo mucho que la línea de los dos términos se puede confundir cuando se trata de cuidar y proteger.

Me explico. Cuando haces algo por alguien, ¿te has puesto a pensar detenidamente si lo estás haciendo porque confías en esa persona, o es porque desconfías? Como cuando haces alguna manualidad o se ocupa utilizar herramienta para algún arreglo, ¿realmente lo haces por propia eficacia o por no darle el beneficio del error y aprendizaje? Lo mismo con las faltas graves, si cubres un error, confías en que no volverá a ocurrir, pero para que eso suceda se debe sufrir la consecuencia para generar responsabilidad. Por eso se complica la crianza, no importa cuánto aconsejes al niño o al puberto, para que tus palabras tomen peso tienen que sufrir el error y convertirlo en experiencia. La cosa es que pensaba que muchas situaciones se movilizaban por la comodidad de que se hagan como deben de ser, pero ¿en verdad es así? Tal vez sea más sencillo hacer de lado a la seguridad, evitamos que nos fallen para no generar desconfianza. Sin embargo, el acto de saltarnos procesos, ¿no es generar desconfianza?

Al final creo que se reduce a que debemos tomarnos un respiro ante esas decisiones que surgen de nuestra cotidianidad que ya damos por sentadas y preguntarnos si estamos siendo equitativos. Confiar en las personas y no encasillarlas. 

Igual se presta para ahondar mucho, hay muchos factores porque somos más complejos, quizás se delimite un tanto si hablas de grupos, socioculturas en especifico donde cada entidad se mueve e identifica con cierto lenguaje.


domingo, 9 de junio de 2024

Cybersimbiosis


En el 2120 la humanidad se ha vuelto una sociedad basada en la tecnología computacional. Las personas, en su mayoría, poseen implantes de más de un tipo. Los implantes más comunes son los de comunicación: ojos biónicos que poseen una interfaz conectada directamente al nervio óptico y al cerebro. Se le da así a la especie humana la facilidad de acceder a las redes del interweb mediante el uso de un avatar personalizado para comunicarse por proyecciones en tiempo real para juntas o reuniones; dejando la vida presencial obsoleta, lo de hoy era la presencia cibernética. Después de tantos años la apariencia en realidad no importa, no hay lazos físicos, mucho menos carnales.

    Existe un implante obligatorio: exoesqueleto. Al igual que el ojo biónico, el implante se conecta al cerebro, solo que éste va ligado sobre toda la columna vertebral. El diseño del exoesqueleto está conformado por elementos bio-orgánicos, es decir, el implante se realiza desde el nacimiento y el aparato crece junto con su usuario. El nombre más acertado es bioexoesqueleto, crece y se desarrolla como cualquier otro órgano. ¿Qué objetivo cumple? Es la panacea que la humanidad creó, con esto se han erradicado prácticamente males como las enfermedades, excepto por las que se presentan como los virus cibernéticos, ataques de hackers, violaciones psíquicas, fantasmas digitales.

    La realidad es que para sufrir uno de éstos ‘‘nuevos males’’ habría que ser un tonto, como un hacker que va aprendiendo y se ha expuesto, un ladrón, o la peor de todas: ser un Profundo. Los profundos son los que van más allá de lo conocido moviéndose a través de la dark web porque cruzan la línea de la depravación y la violentación; gente que se añade más implantes por el placer de acercarse más a la mecanización: androides con poder y conocimiento absoluto.

    Provengo del año 2020, salí huyendo de lo que me rodeaba, irónicamente me causaba malestar las nuevas tecnologías y terminé en la mayor desconexión humana. Ver a la gente ensotadas frente a sus celulares cada día, en cada evento, durante cada momento de la vida. Me parecía exasperante, además de irrespetuoso e infructuoso. Después de una larga travesía me encuentro con la fortuna de un grupo dispuesto a criogenizarse todo un siglo, y tan solo pensé ‘‘bueno, quizá con el tiempo las personas vean los aparatos como herramientas y no como parte de su vida’’. Un enorme error, y ya no había vuelta atrás, mucho menos desde que nos despertaron y nos colocaron el bioexoesqueleto.

    A todo el grupo se nos despertó junto, nos inyectaron muchas vacunas. Después nos realizaron una descarga de información a nuestros cerebros, explicando cómo funcionaban las cosas, o mejor dicho, instalando en nuestros cerebros los conocimientos básicos. Todo sobre la historia estaba, así como el manejo de política y leyes, la prevención de ataques cibernéticos en nuestra nueva forma de vida. Toda esa información que llevaría horas, días de leer reducidos a unos minutos de descarga cerebral.

    Nos dejaron ir después de crear nuestro perfil laboral. Aquel perfil consistía en hacer una exploración sobre nuestra vida pasada, conocer a qué nos dedicábamos, para así saber a qué campo de la actualidad nos vendría mejor una retroalimentación. Estuve durante horas en el espacio cibernético, todo el tiempo acompañado con una tutora de carrera: Rhyfel. Ella designó que mis aptitudes eran perfectas para Creador de simulaciones fantásticas, y las simulaciones son formas de vivir, en otras palabras tenía que traer la fantasía a esa realidad.

    Rhyfel era una alienígena. Era un ser hermoso, su piel era luminosa, iridiscente, como si vieras el brillo nocturno de una aurora boreal andar en un cuerpo. Esencialmente humanoide, podía volar fuera del ciberespacio; además de su aspecto variopinto poseía un tercer ojo, que en ocasiones flameaba y danzaba de forma hipnótica. Quedamos algunas veces, su forma de relacionarse me recordaba la clase de cosas por las que había dejado todo atrás. La cosa es que Rhyfel no tenía las mismas pasiones o sentido de permanencia con una pareja como la tenían los humanos, mejor dicho, los humanos de 2020. Para ella, todo aquello era problemático.

    Así que las cosas en su momento terminaron, pero no pensaba dejarme vencer por la depresión, así que me dediqué en su totalidad al campo de trabajo que se me había asignado. Aprender el conocimiento necesario para laborar no me costó mucho tiempo, algunas descargas y habilidades desarrolladas para laborar con la tecnología nano-reconstructiva y los simuladores de espectros, y listo. Cada que lanzaba una entrega nueva sobre Vive tu propia aventura, las personas apenas y mostraban un ligero éxtasis en sus rostros, simple y sencillamente estaban bajo un consumo excesivo que entorpecía sus sentidos. La sociedad de la nueva Era vivía con espacios virtuales que decoraban como fiesta, spam por todas partes a la par de la contaminación lumínica de aquella sociedad sumisa frente a nuevas aplicaciones.

    Y fue cuando me di cuenta que la nueva normalidad los mantenía pobres en otras maneras: en mente y falsas pasiones. Hay trabajos exigentes y luego el mío. Que lo haga con pasión no significa que no sea agobiante o explotador. El problema es cuando no hay quién te ponga límites, ser tu jefe puede ser lo peor. Desgastaba mi propia vida con tal de darles un momento fugaz de emoción. Algo tan humano en personas que cada vez eran más datos que una entidad física-emocional, cascarones para un pedazo de carne que vive y siente a través de simulaciones.

    Debía seguir con mí día a día, pero fue cuestión de tiempo para que me cansara. En esta nueva vida uno siempre mantiene sus escudos activos, mientras los mantuvieras laborando y escaneándote frecuentemente, no tenías por qué temer. Salvo que fueras como las personas que mencioné anteriormente, no había porque temer a las supuestas nuevas amenazas. Con el pasar del tiempo sentía una amenaza frecuente.

    Pensé que había algo mal en mí, así que fui inmediatamente para una revisión, los escaneos biovirtuales no me daban confianza, no me calmaban.

    —¿Existe algún parásito o enfermedad de los extranjeros espaciales que desconozcamos? —pregunté.

    —No. El exosqueleto implementado desde 2079 se encarga de ello. La Base de Datos del Sector Salud se mantiene en constante actualización en tiempo real. Pero, eso ya lo sabes. Los anticuerpos y las telarañas ya habrían dado alguna alerta —respondió.

    La otra opción que tenía en mente era el estrés, había lidiado últimamente con mi trabajo. Así que comencé a buscar alternativas para lidiar con lo que estuviera pasándome, no podía hacer lo convencional como un deporte porque ya nadie se dedicaba a ello. Pronto supe por medio de un compañero de trabajo que se encargaba de crear simulaciones de placer, por lo que existía una manera de reemplazar la ausencia de Rhyfel. Sexo, una alternativa aún viva. Claro, que si lo decía tan cuidadosamente era porque había algo más, nueva vida, cultura diferente, tabúes andando. Para el 2120 eran los derechos robosexuales.

    Había grupos radicales que pelaban y defendían a las máquinas, de lo cruel y enfermo que era ver a los robots como objetos de placer. Hasta donde yo sabía los robots eran sencillamente eso, piezas de maquinaria, herramientas. Se ponía en mesa la moralidad porque la conciencia y el libre albedrío en robots estaban a un solo paso. Sin embargo, todavía no lo poseían. Era bastante sencillo elaborar un robot para el objetivo, pero no reemplazaría con toda la programación y protocolo posible la esencia de Rhyfel.

    Había una manera, después de tanto darle vueltas al asunto, una idea había surgido. Mediante una invasión a los perfiles de Rhyfel, podría adquirir todos los datos necesarios para replicar su estilo de vida, actitud, gustos, pasiones, malestares, y ¿por qué no? Corregir su sentido de permanencia. Nadie tenía qué enterarse de lo que estaría construyendo, así que cree mi propio espacio en la dark web. Aquel sitio era el drenaje del ciberespacio, tan solo al abrir tu holointerfaz lo notabas: hologramas con ruido de imagen, manchas, imágenes que tintineaban, un color verde opaco y la constante aparición de cucarachas. Tengo que agregar, que en mi situación particular, la molesta mancha que no desaparecía de la esquina inferior derecha era bastante molesta. Alimentaba en mí una especie de ansiedad.

    Al cabo de unos días completé el proyecto, un robot funcional con la apariencia y actitud de Rhyfel. En cuanto terminé, me dediqué a limpiar aquel cuarto nacido de la dark web, no quería saber nada más. Incluso la mancha molesta se había ido. Disfrutaba los días con la falsa Rhyfel, me había despegado nuevamente de aquel mundo cibernético, que irónicamente era una de las creaciones venidas de ese plano la que trajeron a Rhyfel de vuelta a mí. Uno de los primeros pasos de nuestro ‘‘reencuentro’’ fue el sexo.

    Apenas la había encendido, su simulación le había hecho creer que había vuelto de un largo viaje, y entonces se lanzó sobre mí. No podía creerlo, aquella replica robótica de Rhyfel era idéntica, al besar su cuello no sentía una máquina, era su cálida piel que cambiaba de tonos de color cada que la hacía sentir apasionada. Recorría con mi lengua un camino desde sus pechos hasta debajo de su mentón, ella tomaba mi rostro y lo levantaba ligeramente para besarme y morderme los labios. Conteniéndome acariciaba con la yema de los dedos sus caderas, ella sabía que aquella era señal para ponerse encima de mí, apenas levantaba su cadera para posicionarse cuando mis dedos ya recorrían sus nalgas y el largo de sus piernas. Se inclinaba para besarme, no podía contenerme y la acariciaba fervientemente, intercambiábamos alientos al menor de los separos de nuestras lenguas. Conforme besábamos presurosamente, Rhyfel se sentaba sobre mi entrepierna, se tomó un puro segundo para acomodar mi miembro dentro de ella, movía su cadera intuitivamente, sentí necesidad de buscar sus voluminosos pechos; en cuanto manoseaba sus costados y espalda, tomó mis manos, y como si quisiera que el juego avanzara, las colocó sobre sus pechos. En cuanto sentí sus pezones con la palma de la mano, pasé a utilizar los dedos para apretarlos, pero solo por un poco, porque sabía que a Rhyfel no le gustaba mucho, ella prefería sentir toda la palma de la mano agitándole los senos; y para mi gusto, la Rhyfel falsa tenía la misma reacción.

    Me gustaba todo de ella, su sonrisa, sus pláticas, sus convicciones; pero en aquel momento solo pensaba en el sexo. Me acomodé poniéndome al nivel de sus pechos, lamiendo y chupando por un lado mientras que al otro manoseaba. En un momento ella me tumbó con ambas manos, sus manos estaban extendidas a los lados de mi cabeza, empezaba a empujar y dejarse caer su peso sobre mi miembro, entre gritos y jadeos a punto de culminar en el éxtasis, ambos ya nos besábamos y acariciábamos sin forma y sentido alguno, solo queríamos sentir al otro en ese desbordamiento de pasiones. Cuando me vine dentro de ella después de tanto tiempo, fue placentero, pero nada se comparó cuando ella se vino sobre mí, fue como sentir un relámpago en un pararrayos. Al menos así fue como lo imaginé. Por un breve momento, sentí que me iba de la realidad, pero fue ese mismo embelesamiento el que me trajo de vuelta.

    Muy en el fondo sabía que todo aquello era falso, y mi sentido de moralidad tenía en cierta cuenta que si se descubriera las personas no me tratarían de la misma forma, pero más que las personas, era el sentimiento de sentir que profanaba la imagen de Rhyfel lo que me llevó a deshacerme del robot. ¡Pum, pam, pum! Tres movimientos de un compactador bastaron para que no hubiera más Rhyfel.

    Los días pasaban y ya no quería dedicarme siquiera al trabajo, me la pasaba absorto en el ciberespacio. Llegó el día en que me quebré, fue como si mi interior hubiera gritado por ayuda, porque en ese momento se manifestó ella, era Rhyfel que había entrado por mi ventana. Fue tan extraño, había permanecido tantos días en el ciberespacio que me había olvidado cómo se miraba alguien en persona. Aunque, bueno, ver a Rhyfel no era como ver a otras personas. Aunque esa reacción fue lo de menos, en seguida vino el susto.

    —Yo te había desactivado, me deshice de ti. Estoy seguro de ello —dije.

    Ella no respondió, se limitaba a mostrar una sonrisa, que, a pesar de ser atractiva, causaba cierta incomodidad. Y lo vi, aquella mancha negra estaba sobre uno de los ojos de Rhyfel. Me levanté y me dirigí al baño, mientras me enjuagaba tallaba mi vista. Ahí estaba, la mancha en el espejo, sobre mi hombro, sonriendo con unos perversos pequeños dientes.

    —Ahora, ¿sobre qué hablaremos? —dijo el simbionte.


martes, 16 de enero de 2024

Bosque de los muertos púrpura

Bosque de los muertos púrpura

Era de noche en las remotas salidas de Lucrözulia, el país de las Arenas Azules, vecino y anteriormente enemigo del oculto reino entre las Arenas de Ébano, Raust. Todo mundo sabía que ambas naciones sostuvieron una larga guerra hace más de cien años Ya no había Raust, pero no por su guerra con el país de las Arenas Azules. Mucha de su historia no se pudo rescatar, quienes podían saber eran algunos sobrevivientes, que era complicado, casi imposible encontrar, o de sus viejos enemigos los lucrözulianos.

En la oscuridad de la tormentosa noche se adentraba un grupo, de lo que parecían ser mercenarios, a una posada. Dos hombres adultos y un joven muchacho, dos de ellos retirándose de la cabeza las capuchas y sacudiéndose la tierra. El tercero prefería mantener su rostro lo más oculto posible, el posadero apenas logró percibir, bajo la luz de una de sus lámparas, que aquel hombre tenía una cicatriz que surcaba de la mejilla derecha hasta por encima de la ceja del ojo derecho.

—Hoy no vino nuestro músico, pero el raustiano siempre cuenta alguna historia bastante interesante —dijo el posadero. Dejó de fijar su mirada en el encapuchado para mirar al grupo completo, ofreciendo una sonrisa servicial—. ¿Qué puedo servirles?

Antes de responder los tres se miraron y asintieron para sí mismos. El más alto era un adulto joven totalmente pelón, no por pérdida de cabello, se había afeitado la cabeza. Mientras que el más joven irradiaba cierta energía, con sus cabellos negros puntiagudos y una pequeña colita detrás de la nuca.

—Regresaré inmediatamente con El Primer Profeta y Lea. No hagan idioteces —dijo el encapuchado, quien era el más delgado del grupo, y partió.

—Vaya amigo el suyo, debe ser muy conflictivo, ¿no? —preguntó el posadero— Mucho gusto, mi nombre es Darton.

—Adrik, un gusto. No lo juzgue mal, hombre. Si debe preocuparse de alguno debe ser de nosotros dos —el hombre pelón y corpulento sonrío, desentonando con ese aire de intimidación natural que ofrecía su apariencia—, sírvanos dos tragos.

—También necesitaremos provisiones —dijo el más joven, sonriendo coquetamente a una de las camareras mientras le tendía una pequeña lista—. Si no te importa, hacerme el favor, claro —guiñó.

—Muy bien, Golfe. Lo había olvidado, con el poco tiempo con el que contamos, Baeran se habría enfadado.

—Sí, eso de habernos perdido en estas tierras y depender solo de champiñones de tortucetas lo dejó bastante fastidiado.

La muchacha, un tanto sonrosada partió con aquella lista. Una vez servidas sus bebidas, Adrik y Golfe tomaron asiento en la mesa más cercana al raustiano. Aquel anciano sobreviviente sabía que aquel par tenían especial interés en él, así que ofreció una sonrisa amable.

—Viajeros, creo que debo sentirme halagado. No muchos vienen desde tan lejos para escuchar a un simple anciano.

—Simple no, un raustiano —respondió Adrik.

—Oh, entonces no vienen por una simple historia, ¿verdad? —el anciano arqueó una ceja.

—¿Qué sabe sobre las Malvivas? —preguntó Golfe.

El anciano carraspeó, bebió de su tarro, se aclaró la garganta, y comenzó a narrar.

Sobre el caído reino de Raust giran muchas historias, la más popular y que evita saber más sobre aquel reino perdido es El fantasma de Raust, todos la conocemos: el antiguo héroe Judai no pudo soportar caer en batalla sin antes haber salvado a su amada Megtie, y ahora su alma en pena ronda protegiendo un lugar que no existe más. Conocemos las historias de Imonec al otro lado del mundo espejo; también la aventura de Xiomara en búsqueda del ave de paraíso. Toda su gente conocía los peligros que se encontraban tanto dentro, como fuera y en los alrededores del Desierto de Ébano y las Costas Plomizas. Al sur del reino de Raust, a orillas del Desierto de Ébano, se encuentra un tétrico lugar que los lugareños llaman el Bosque de los muertos púrpura. Una zona lúgubre donde lo único que encuentras es muerte, y en raras ocasiones Malvivas purpureas en condición para ser utilizadas.

Es de buen saber que, en cuanto refiere en territorio del submundo, los más ávidos son los gnomos por su afinidad a la tierra y la piedra; luego le siguen los tharton, aquella especie de roedores; y finalmente los enanos en la primera planta de cuevas y cavernas. Si conoces algo sobre este par de razas sabes que son seres naturalmente sin miedo, con temple más duro que el hierro y un temperamento frágil, la más mínima provocación hará que te ganes un enemigo. Mucho se debe a que bajo tierra encuentras flora y fauna sumamente hostiles, cuando se trata del submundo, no existe elemento inocente. No existe cosa como la cadena alimenticia o ciclo de la naturaleza, como muchos llamamos, la balanza en el submundo es totalmente equilibrada, toda criatura, toda planta, ha sido adaptada para poder hacer frente contra cualquier ‘depredador’. Seres que pueden actuar tanto hostiles como permanecer ocultos, a la defensiva, para claro, luego saltar y alzarse victorioso con la presa del día.

Ante toda regla existe una excepción, las Malvivas púrpureas. Es lo único que se encuentra sobre todo, no hay persona, animal o planta con la capacidad de salir airoso de una infestación de Malvivas. Por suerte, para gente como tú o yo, aquella especie de planta es única por los alrededores, es fácil de distinguir si alguna vez has escuchado sobre ellas, siempre y cuando la hayas percibido a tiempo y con bastantes metros de distancia. En su etapa inicial imagina un crisantemo, con un tono que va del carmesí al vino, un vino especiado, todas unidas como plantas trepadoras que recorren el suelo, pared y techo de los pasadizos cavernosos. Si te encuentras demasiado cerca puedes percibir que algo cambia a tu alrededor, las esporas de las Malvivas crean una especie de sensación neblinosa acompañado de una humedad, cómo habrás de imaginar erróneamente no es que ganen el poco líquido de aquellos desiertos y del submundo, se trata del propio líquido, en su mayoría sangre de los desafortunados.

Por sí no he sido lo suficiente claro: las Malvivas purpureas son una especie de híbrido hongo-flor parasital, se origina en el mundo del subsuelo. Tanto para gente de arriba como para los lugareños de bajo tierra, es peligroso dar con el área donde se produce esta particular abominación. Una amenaza colmena, un grupo de parásitos que se mueve como esporas en la oscuridad del submundo, invade tu cuerpo mientras exploras o vas de paso. Si ves muerte es mejor que te alejes pronto; no, no son carroñeros, pero los cuerpos muertos son buen lugar para procrear y mantenerse vivos un periodo de tiempo hasta que algún despistado se cruce en el camino.

 Es un bicho que irá atrofiando tus sentidos y te mantendrá confundido a la par que se reproduce y los síntomas empeoran hasta que es demasiado tarde y tu cerebro cede a la parálisis. Comienzas con una ligera tos, siempre inician con los pulmones, en tu ingenuidad pensarás que quizá se deba a aquella extraña aura de humedad que habrás pasado varios metros atrás; luego mientras crecen y se pasean aquellas pequeñas semillitas se asentarán en los huesos, pero no dolerá porque estarás concentrado en la comezón y rasparás tus uñas contra tu piel con una ansiedad terrible. Seguro con las uñas abrirás tu piel y verás que tu sangre no gotea como es debido. La sed aumentará y tu cuerpo rechazará hasta el mínimo sorbo, ellos ya tienen lo necesario y no necesitan otra cosa. Jadearás y un líquido pastoso goteará como moquera de tu nariz, es tu sangre en plena morfosis acompañado de unos ojos cubiertos de pequeños puntitos purpuras y carmesíes, el escozor sobre tus glóbulos será como si te punzaran con alfileres helados. Te conviertes en un recipiente, eres manipulado lentamente, como un zombi que tarda días en dar un paso y mover extremidades: eres un cascarón andante. Algunos llevan heridas letales, muchos al percibir los primeros síntomas terminan suicidándose para ahorrarse las penas de sufrir.

En los laberintos oscuros del submundo el parásito vaga dentro de su huésped, una larga y enorme trayectoria, sondeando por dónde no ha explorado, en ocasiones bajan tanto que  al momento de florecer no alcanzan a cumplir su cometido y se quedan inertes, cuerpos mutilados cubiertos por enredaderas de flores de tono purpureo como vino. Pero no mueren, no. Son una plaga, reside una nueva generación en modo de incubación y de la florecilla, cada tanto, escupen y escupen lo que alguna vez fue sangre hasta que climatizan una especie de micro atmósfera con esa horrible humedad. Así, cada ciclo brotan esporas cargadas de Malvivas.

Eso en el caso de las que se pierden. No es hasta que se encuentra a punto de florecer cuando comienza a andar en búsqueda del exterior por los túneles que se encuentran más allá del Este del perdido reino de Raust, se acrecienta una necesidad de subir en lugar de bajar, cualquier pista como ráfagas de aire, mayor humedad, y con el tiempo atisbos de luz, orientan a estos parásitos la dirección del exterior. Los cuerpos infestados muestran mayor movimiento casi como si quisiera cumplir el último anhelo de un cuerpo extinto hace décadas; tristemente muchos no llegan y solo revientan los cuerpos por las esporas, adornando de este fiero espécimen los túneles en penumbra.

Los cuerpos que llegan a salir casi siempre tienen las extremidades apuntando al cielo, como si recibieran con gusto los rayos del sol, y así termina de brotar una Malviva purpurea. Debe recibir algunos rayos de luz  solar, luego, un único pimpollo, casi siempre ubicado en alguno de los dedos, los ojos, orejas o nariz, brota como cualquier otra flor hermosa. Ya no es aquella serie de enredaderas con un montón de hojas delgadas como de crisantemos que mudan de pétalo dejando alfombras; todo aquello era la facha en que se movía la flor-hongo parásito. Pasa a convertirse en una florecilla de pétalos largos, Debajo de la Malviva purpurea, ya florecida, comienza a afectar lo que se encuentre cerca, lo que fueron los pétalos viejos, aquellas alfombras de un fúnebre morado, infestan con una especie de oídio azulado a plantas cercanas. Las plantas infestadas del oídio azul pareciese que se quemaran lentamente, aturrándose hasta secarse y deshacerse.

Pareciese que el oídio azul es una contramedida para no sacar provecho de tan terrorífica especie, pues este mismo con el tiempo infectará y buscará deshacerse de la Malviva purpurea. Claro que, el oídio azul en mucho de los casos no podrá lograrlo, se trata de un hongo común y no una mezcla abrasiva de hongo, planta y parásito. Rara vez te vas a encontrar con el rastro azul. Es por ello que el precio de la Malviva es altísimo. Aunque no fuese por el oídio, la florecilla es bastante delicada, bastan unos días bajo la luz del día o las frías noches para que se marchite.

Las brujas, chamanes y necromantes en ocasiones se aventuran a buscar una Malviva, es difícil contratar a alguien porque rara vez se encargan de intentar siquiera hacer el cumplido. Entre más "fresca", mejor. Bien tratada se usa para preparar un brebaje para levantar a los muertos, un efecto temporal además de que el cuerpo del fallecido debe cumplir varias condiciones. Se rumora que existe una bruja que ha potenciado el brebaje y puede superar el límite de tiempo que trae al resucitado, pero esa es historia para otra ocasión.

El anciano raustero se acicaló el cuerpo, dio un largo sorbo a su húmedo y frío tarro de cerveza, dejando un último trago, y se secó las manos con un par de palmadas sobre el pantalón.

—¿Y bien, qué les pareció? —Preguntó el anciano.

El fornido mercenario se encontraba absorto en sus pensamientos, por el contrario su joven acompañante se mostraba un tanto boquiabierto.

—Aquel hombre que ayudamos camino acá, ¿su niña no había mencionado que sus ojos picaban? Se tallaba tanto que no se podían ver sus ojos. —Preguntó el joven acompañante— ¿No es así, Adrik?

El anciano le dedicaba una mirada de intriga al corpulento hombre que no decía absolutamente nada.

—Demonios, Golfe. Cualquiera podría tener un escozor en los ojos. Algo de tierra sobre los ojos, fiebre, quizás se raspó y la niña era demasiado llorona —respondió el mercenario. El tono de su voz intentaba disimular cierta alarma.

De repente, la puerta se abrió de golpe, de esta ingresaban tres figuras, una familiar para el posadero y el raustiano, era Baeran, aquel hombre de la cicatriz. Uno era un hombre alto, casi a la altura de Adrik, también con cabeza afeitada pero con una frondosa barba oscura, su piel quemada por el sol. Se le conocía como El Primer Profeta. La segunda era una pequeña gnomo, con pecas en las mejillas y cabellos verdes claros. En el rostro de la diminuta mujer había consternación. Lea, una druida con amplio conocimiento en plantas y animales. El Primer Profeta dio un paso al frente y pronunció: todo aquel que haya tenido contacto, o en presencia con la familia Monrat, debe venir con nosotros.

—Chicos, tenemos una situación —dijo Lea con un miedo ahogado en su voz. Sosteniendo entre sus dedos índice y pulgar una Malviva purpurea.

 


viernes, 8 de diciembre de 2023

El pincel

Como cada mañana la primera en recibir la luz tenue y suave del sol era la casita en la playa. Sus paredes de madera y techo de palma, situada sobre la suave arenisca amarilla a unos centímetros sobre el agua, el pequeño hogar lucía demasiado bello sobre los macizos soportes cilíndricos lo suficientemente altos para que ni la marea alta causase estragos dentro del humilde lugar. Podría decirse que lo que acontecía era algo propio de la naturaleza o visto bajo otros ojos como si de un mecanismo tan perfecto como la ingeniería de un reloj se tratase. Los primeros rayos iluminaban poco a poco, paso a paso como unas manecillas que cumplen su función de forma eficaz e inalterable. Cada mañana iniciaba como deba de ser, armoniosa, fresca y con luces resplandecientes penetrando por la ventana de aquella casita sobre el rostro de una niña llamada Timia.

Cuando los parpados filtraban parte de la luz mañanera y las mejillas se le entibiaban, Timia sonreía y procedía a levantarse y agitar con ambas manos a su madre. Tiridinthia sonreía y moviendo sus manos por medio del lenguaje de señas, dijo:

—Buenos días estrellita.

Timia asintió satisfecha y procedió a sacar un cepillo de un peinador adornado con conchas, corales, caracoles y figuras de madera talladas. La madre cepillaba enérgicamente y tarareaba mientras la hija, sentada, columpiaba los pies intermitentemente

El día corría perfectamente, como ver un cuadro meticulosamente pincelado. Tiridinthia cepillaba el cabello largo y oscuro de su hija Timia y luego procedía con el propio igual de suave y oscuro. Lo segundo en la agenda era recorrer la playa y buscar alguna fruta como piña o coco, corretear cangrejitos y recoger algún adorno que calificara como especial. Por la tarde se encargaban de subir a su bote y salir a pescar no muy lejos, siempre había bancos de peces dispuestos a picar. Y en ocasiones se sumergían con un cuchillo para extraer algunas almejas.

Cuando Timia estaba inquieta Tiribinthia la dejaba en tierra picando ostiones. Sin embargo, la niña aprovechaba el tiempo y se ponía a pelear con los cangrejos más grandes, tomaba un palo y lo esgrimía como espada. Al caer el sol se dirigían a un pequeño puente inconcluso en donde se sentaban para admirar el atardecer, era algo mágico en el aspecto visual, pues, cada atardecer era distinto uno del otro como si alguien lo hiciera así de especial.

Tiribinthia y Timia vivían su vida, la mayor parte la cotidianeidad iba de la mano con risas, paz, tranquilidad y felicidad. Al igual que muchas situaciones en la vida llegó un ligero tropiezo, un pensamiento fugaz, uno que sembró en Tiribinthia  la idea de que era algo perturbadoramente parsimonioso. No sabía con seguridad qué hacía allí o cómo es que llegaban tantas cosas al lugar, es como si todo se limitara a esos momentos. Pero los dejaba ir de largo cada que colocaba su mano bajo la barbilla de su hija y la miraba sonreír, las preguntas se esfumaban.

Al día siguiente Timia abrió los ojos un poco antes y la luz la cegó por unos breves segundo, suficientes para desorientarla y hacerla tropezar. Se llevó un golpe en la frente, el retumbar del golpetazo alarmó a Tiribinthia quien inmediatamente auxilió a su hija y la consoló. El resto del día procedió como siempre, pero mientras pescaban y se sumergían una estrella de mar se adhirió en la frente de Timia, justo donde le había salido un pequeño chichón. Tiribinthia le hizo señas:

—Me gusta tu nueva curita —la madre rió dejando escapar unas cuantas burbujas de su boca.

Timia sonrió y el suceso de aquel golpe, en tan solo cuestión de horas, se había convertido en una anécdota chistosa.

La mañana siguiente los rayos del sol fueron medianamente obstruidos por una persiana, Timia tardó un poco más en despertar y luego comenzó la rutina con el paso uno: agitar a su madre. Cuando Tiribinthia se sentó en la cama esperando los cepillos se percató de que el peinador estaba ligeramente movido, no estaba el espejo donde debería y por más que frunció el ceño no recordaba haber colocado persianas.

—Me gustan las persianas, son bonitas, se abren y cierran fácil —al terminar de formar esa última palabra Timia giró el tirador y la cuerda mostrando su punto.

Tiribinthia lo dejó pasar.

Por la tarde se dirigieron al bote al punto de extracción de almejas. En esta ocasión la almeja estaba sumamente atorada, ofrecía resistencia y Tiribinthia se cortó gran parte de la palma de su mano.

Para el atardecer se encontraban sentadas a orillas del puente inconcluso, acurrucadas una sobre la otra. Tiribinthia intentó decirle a su hija —Es hermoso, ¿no? —refiriéndose al atardecer, pero la madre había olvidado el corte de su palma y solo consiguió hacer señas torpes.

Timia sonrió y acompañada de una risa infantil sus pequeñas manos decían: —hablas peor que un bebé.

Madre e hija rieron bajo el último resplandor naranja.

 

Otra mañana y otra singularidad, cuando Timia hubo despertado a su madre, la mujer se miraba curiosa la mano. Se encontraba mejor y dolía menos, podía moverla sin casi nada de dificultad y la cicatriz apenas se notaba. Era como si hubiera puesto algún ungüento mágico o milagroso sobre su palma.

Madre e hija salieron de su pequeña choza dirigiéndose a recolectar algunos cocos cerca del puente inconcluso. Tiribinthia miraba al horizonte lleno de nubes blancas. A esa hora tan temprano, pero no más temprano que ellas, las gaviotas pescaban con sus picos y se sentaban sobre las firmes tablas a engullir los pescados. Normalmente a la llegada de estas aves ambas se retiraban a los pocos minutos, pero Timia tuvo el impulso infantil de cualquier niño enérgico de correr a espantar a las gaviotas. La parvada accidentalmente lastimó a Timia, nada de gravedad, solo un empujón. Tiribinthia se acercó a su hija para consolarla, levantarla y sacudirle la arena y plumas con suaves palmaditas alrededor de su pequeño cuerpo.

El viento comenzó a empujar las nubes y Tiribinthia divisó algo por breves segundos, parecía la silueta de un faro o una torre.

—Qué extraño, nunca la había… —y Tiribinthia cortó su pensamiento.

¿En verdad no había visto algo que parecía llevar años allí? La mujer sintió su mente bloqueada por una especie de neblina densa. Timia tuvo que sacarla del trance con unos pequeños jalones.

—¿Todo bien, mamá? —preguntó con sus manos apremiantes una vez que vio reaccionar a su madre.

Para cuando Tiribinthia respondió que se encontraba bien volvió a levantar la mirada para ver nuevamente aquella lejana silueta pero las nubes ya la cubrían nuevamente. El resto del día corrió con relativa normalidad, salvo que la semilla sobre la incógnita ya había germinado en Tiribinthia y al anochecer las diminutas raíces hacían que se preguntara sobre aquella torre y el puente.

 

Amaneció radiante como era costumbre, el ritual del cepillado fue ejecutado con elegancia y partieron nuevamente por algunos cocos. Timia se extrañó pues nunca iban dos días seguidos por la mañana al puente inconcluso, solo la asistencia para admirar al atardecer era inalterable. Cuando llegaron todo se encontraba aparentemente normal, recolectaron unos cuantos cocos pequeños y menos cantidad que el día anterior; solo era para hacer tiempo. Esperaron y Tiribinthia se desorientó un buen rato, se percató que era un tanto más tarde cuando el sol se posó en el punto más alto del cielo.

—¿Viste alguna gaviota hoy? —Preguntó la madre.

Timia negó con la cabeza y continuó haciendo pequeños castillos de arena. Tiribinthia frunció el ceño y se retiró junto con su hija Timia.

Sin esperar más se dirigieron al sitio de los abundantes mejillones, estuvieron andando un rato y tampoco había señales de gaviotas. Al cabo de un minuto o dos mientras reposaban bajo la sombra de una palapa se aparecieron un par de gaviotas de la nada. Aquello turbó un poco la cabeza de Tiribinthia.

—¿En qué momento llegaron? No las vi pasar volando —se preguntó Tiribinthia.

Timia venía de regreso sacudiendo un palo con una expresión de fastidio.

—Vayamos a pescar, me estoy aburriendo —dijo después de haber arrojado el palo con cierto enfado a la arena.

La niña enfatizó con ambas manos ‘‘aburrida y harta’’.

Tiribinthia estaba ligeramente confundida, sabía que su hija adoraba pelear con los cangrejos y supuso que probablemente algún cangrejo grande la lastimó.

—No debes enfadarte así porque un cangrejo te haya vencido, no voy a dejarte por un crustáceo que es mucho mejor combatiente que tú —sonrió y a su hija se le escapó una risa breve y divertida.

—Soy buena perdedora, pero no hay con quien perder, al menos me estaría divirtiendo —replicó Timia disminuyendo su berrinche.

Tiribinthia se puso a caminar y confirmó que no había cangrejo alguno, revisó también las trampas para cangrejos y solo había uno pequeño. Mientras levantaba la trampa preguntó con la mano libre:

—¿Desde hace cuánto que no encuentras cangrejos?

Timia se limitó a encogerse de hombros e inmediatamente la madre le reprendió con la mirada, la niña hizo un esfuerzo en hacer memoria. Finalmente respondió:

—Desde la última vez que me dejaste picando mejillones por no limpiar los platos.

Tiribinthia meditó un momento y reflexionó en los últimos pequeños cambios de los días anteriores.

—¿Ocurrió algo? ¿Te lastimó un cangrejo? —Preguntó Tiribinthia,

Timia se tomó un segundo y asintió.

—Un pellizco.

Tiribinthia contuvo un momento la respiración y desvió la mirada para ocultar su preocupación. Ladeó la cabeza  de nuevo en dirección a su hija, se inclinó y le entregó al pequeño cangrejo.

Esa noche cuando se fueron a la cama Tiribinthia no tenía ganas de conciliar el sueño, quería respuestas pues algo extraño estaba ocurriendo y no le agradaba. Decidió mirar las estrellas, corrió la cortina y conforme más las miraba, más erráticas eran, ¿por qué se movían tanto? Se preguntó y sacudió la cabeza creyendo que necesitaba espabilar. pero no era cansancio, en verdad el cielo se movía frenéticamente como si fuera agitado o arrancado.

Tiribinthia se dirigió a la entrada, abrió la puerta y bajó uno, dos escalones y al dar el tercer paso tuvo que sostenerse del pasamanos con fuerza para no caer; se dio cuenta de la horrible oscuridad de aquel lado no había luna ni estrellas, y bajo su pie colgante un abismo sin fondo.

La madre se dejó caer lentamente de nalgas y gateó hasta la cama, se acurrucó y cubrió a su hija en brazos, se tragó los sollozos y apretó los dientes. Cerrando así el nudo en su garganta. Se quedó dormida del agotamiento por tanto temblar.

 

Cuando Timia despertó no estaba su madre, solo el desayuno servido y una nota que indicaba ‘‘Fui al puente’’. Cuando la niña llegó vio a su madre sudando y con el cabello sujetado a manera de cola de caballo, con ropa arremangada y un overol. Observó también que a un lado, en el mar, estaba el bote destruido. Caminó bastante, su madre había hecho un gran avance en el puente inconcluso. Al estar cerca su madre le sonrió.

—¿Me alcanzas esos clavos? —Pidió Tiribinthia.

Timia asintió, y con su energía y disposición de infante que se siente parte de algo, ayudó a su madre toda la tarde como si de un juego nuevo se tratase. Era la asistente perfecta, dispuesta a hacer lo que su madre le pidiera sin rezongar, porque si era eficaz le daba tiempo de corretear y tirarse algún clavado.

—¿Qué ocurrió con el bote? —Preguntó Timia al cabo de un rato.

—Esa roca ocurrió —respondió Tiribinthia.

La madre señaló una roca larga y puntiaguda que salía del mar, Timía volteó a mirarla y era una rompe olas perfecta, y rompe botes según tu situación, se encontraba a unos cuantos metros más allá del puente inconcluso, al parecer Tiribinthia había intentado comprobar algo.

—No recuerdo haberla visto antes —recalcó Timia inocentemente.

Tiribinthia sintió escalofríos.

Aquel día no hicieron lo de costumbre, se acicalaron, vieron algunas estrellas, Tiribinthia con un poco de temor y Timia conectando unas con las otras imaginando animales, y finalmente volvieron a la casita para dormir.

 

Nuevamente Tiribinthia despertó más temprano y se dirigió al puente. Su disgusto fue en ascenso con cada paso conforme avanzaba por el sitio, contabilizaba los daños del lugar. Algo había desecho parte de lo que avanzó el día anterior. Por un breve momento las nubes del horizonte se apartaron lo suficiente para que Tiribinthia mantuviera la mirada con cierto reto y convicción. Su rostro pasó de una ira en que apretaba los dientes a una sonrisa pícara que aceptaba un desafio.

Cuando Timia llegó, inmediatamente su madre le pidió que volviera a casa y trajera unas cuantas cosas, las necesarias para acampar esa noche a orillas del puente inconcluso. Estaba excitada de la emoción, seguían haciendo algo diferente y le gustaba que su madre le tuviera la confianza de hacer aquellas tareas importantes. Así pasaron el día, con la reparación del puente, levantando la tienda y comiendo mientras hacían comentarios sobre lo distinto que sabía la comida bajo el cielo.

 

La mañana llegó con nubes oscuras, viento y lluvia. En todo el tiempo que llevaban en ese pequeño paraíso ninguna nube negra se había mostrado. Sin embargo, eso no detuvo a madre e hija. Los días que siguieron la lluvia se convirtió en aguacero torrencial acompañado de fuertes vientos huracanados. Ya era peligroso seguir avanzando. Justo cuando la torre se visualizaba.

Timia lloraba, estaba asustada naturalmente.

—Volvamos a casa —dijo la niña con sus pequeñas manos temblorosas.

De las mejillas de Timia se deslizaban unas cuantas lágrimas. Con todo el afecto y dolor que solo una madre puede experimentar le besó la frente a su hija y la abrazó fuertemente.

—No podemos volver, no temas que yo estoy cuidándote. Te amo —dijo Tiribinthia con sus tibias manos para después limpiarle las mejillas a su niña, a su hija, su estrellita.

Tiribinthia reconoció que seguir construyendo el puente sería inútil además de peligroso, pero sabía que la única manera de averiguar qué ocurría era avanzar.

—¿Y si en verdad no estamos en peligro? —Pensó, dándole vueltas a esa idea—. En todo este tiempo cuando algo malo ocurre se corrige o desaparece, ¿por qué ahora debe ser diferente? Es ilógico —razonó—. Pero, ¿y si estoy equivocada?

Cuando dio la madrugada Tiribinthia salió de la diminuta tienda, la tormenta era extraña, como si el espacio se moviera alrededor de ella, el abismo la miraba. La madre se envalentó y dio un paso decidido, cuando su cuerpo comenzó a caer una especie de tapete se formó debajo de ella. Asustada y victoriosa, Tiribinthia se levantó y levantó ambos brazos en son de victoria, de haber podido gritar de júbilo lo habría hecho. Volvió a la tienda y durmió.

 

El sol se asomaba, pero no era radiante como antes de la tormenta, era opaco, amarillo sí, pero no era radiante, como si hubieran extraído su fulgor ardiente. No había olas, solo un débil movimiento y al viento le ofendería que siquiera intentaran llamarle brisa a ese ambiente mortecino. Nada de eso afectó el optimismo de Tiribinthia, tomó sus herramientas, vio que el puente inconcluso era ahora el puente inexistente, así que procedió a construir un bote.

No le llevó mucho tiempo construir el bote a Tiribinthia, y sin la tormenta su hija Timia estaba de mejor humor, dispuesta a ayudar en otra cosa distinta que nunca había hecho. Ahora cuando la madre miraba al horizonte, la torre se miraba menos lejana y con menos nubes. Partieron en un atardecer y navegaron con rumbo fijo.

 

Navegaron acompañados de una neblina que se disipó cuando estuvieron en la entrada de la torre, el pequeño bote ingresó por una especie de acceso de piedra enorme donde un barco grande podría haber entrado sin percance alguno. Parecía que todo estaba preparado para recibirlas, el agua se movía suavemente y había antorchas iluminando el lugar. Después la iluminación se fue acrecentando por luciérnagas y algo que no estaba en su comprensión, magia: pequeños halos de luz verde acompañaban a madre e hija como si las estuvieran guiando. En el recorrido visualizaban pinturas en las paredes, retratos y obras que sacudían la memoria de ambas, sobre todo de Tiribinthia.

Tiribinthia y Timia vieron su vida, o sus vidas, estaban confusas, consternadas. Cuando Tiribinthia miraba el cuadro de una mujer con vestido de flores sentada, una niña con vestido de mariposas sentada sobre una de sus piernas, y tomada de la mano por un hombre bien vestido con camiseta de estrellas a botones, miraba fluctuación, aquel cuadro mostraba vívidamente una secuencia de sucesos. Cada mujer y niña en aquellos cuadros eran madre e hija, eran ellas dos, pero no digerían quién era aquel hombre y por qué dejaba de estar con ellas.

—Debes tener esas preguntas —dijo acompañado con un suspiro un hombre con cabello revuelto y barba desaliñada.

El bote paró a orillas de donde se encontraba aquel hombre, con cierto recelo Tiribinthia se dejó ayudar por el desconocido para descender del bote sin dejar que le ayudara con Timia.

Tiribinthia se preguntaba cómo comunicarse con su anfitrión, no tenía idea sobre si aquel hombre sabría lenguaje de señas, así que en cuanto intentó hacerle seña alguna el hombre le detuvo.

—Habla —dijo.

No había caído en cuenta que le estaba escuchando, lo sintió tan natural que no fue hasta que aquel hombre le indicó que hablara que entró en razón.

—Lo estoy escuchando, mamá —dijo Timia tímida y pausadamente.

—Tu voz… tu dulce voz, ahora la recuerdo —dijo Tiritibinthia y abrazó a su hija llenándola de lágrimas.

El hombre les dejó tener su momento, las observaba con una mirada triste y cansada.

—Usted, es mi esposo, ¿cierto? —preguntó Tiribinthia.

—Sí, así es —respondió el hombre con un tono cansino.

—¿Cuánto llevas haciendo esto?  —preguntó Tiribinthia a la par que bajaba a su hija de sus brazos.

—No, cariño, espera un momento —el hombre chasqueó sus dedos y unas luciérnagas descendieron, se posaron sobre las cienes de Timia y a los pocos segundos se puso somnolienta para después caer dormida.

La madre cargó nuevamente a su hija en brazos y cambió su mirar por el de una fiera que toma precaución.

—Habla ya, Tiberus —ordenó con cierto enojo Tiribinthia.

Tiribinthia estaba un tanto perpleja, su memoria comenzaba a ordenarse como un rompecabezas, uno que no solo estaba desordenado, sino enmarañado y quebrado. Tiberus tenía una sonrisa amarga, se notaba en su semblante que había pasado por esto una y otra vez por un largo tiempo.

—Les fallé, Tiri. En verdad que lo he intentado en cada forma imaginable. No te preocupes que seguiré intentando. Por favor, dime en esta ocasión en dónde te gustaría estar —dijo Tiberus mientras caminaba hasta una pequeña habitación con un cuadro en blanco y cientos de otros cuadros con bosquejos descartados y pinturas tachadas.

No había notado Tiribinthia hasta ese momento que las manos de Tiberus estaban temblorosas, lastimadas, con ampollas sobre los cayos y bastante demacrado de su cuerpo. Aquel que fue su esposo, quién sabe cuánto tiempo llevaría haciendo ese trabajo.

—No, Tiberus —dijo Tiribinthia con firmeza y voluntad—. Esta vez no, estoy cansada de ser comprensible, o de que lo haya sido durante tanto tiempo debes…

—…Compartir qué fue lo que ocurrió para encontrar una solución a esto —Tiberus dijo exactamente las palabras que su mujer diría.

El exhausto hombre dio un largo suspiro y talló sus manos sobre sus ojos. Sobó su cabeza con malestar y apretó los nudillos.

—No me hagas repetir esto, solo vuelve y deja que pinte otra vida en lo que encuentro solución —Tiberus se calló al ver el dedo índice de Tiribinthia al nivel de su barbilla apuntando hacia el techo en señal de que se callara.

Pasó un minuto de silencio y Tiberus se acarició el cuello en un intentó en vano de acicalarse, tomó aire y habló como quien ha dado una explicación tan sencilla como destapar una botella cientos de veces.

—Nunca lo haces fácil, Tiri. Hicimos nuestra vida, al menos hasta donde se nos permitió. Seguro ya te estás preguntando cómo es que estás recordando todo, incluso las otras vidas inconclusa, pero no logras recordar en qué momento comenzó todo esto. Se debe a que las perdí, Tiri —los ojos de Tiberus se cubrían de lágrimas— no pueden recordarlo porque murieron de forma tan abrupta que no les dio tiempo de procesarlo. Las extraño tanto que comencé a retratarlas con todo lo que no logramos hacer, él me lo permitió.

—¿Él? —preguntó Tiribinthia y Tiberus asintió esperando esa pregunta.

—Carnágulos —respondió Tiberus con un ligero arrepentimiento y observó toda la estancia alrededor como si cuidara el no ser acechado—. Y no preguntes más acerca de él, seré breve porque nunca hay tiempo y sé que no me dejarás hacer lo que tengo que hacer si no respondo a tus otras inquietudes. Al principio todo marchaba bien, Carnágulos me había brindado una magia aparentemente maravillosa y única, podía estar presente en cada cuadro con ustedes, el presente solo se limitaba a lo que mis manos plasmaran en el lienzo y el futuro a mis sueños, ¿el pasado? Cubierto por la pintura.

»La realidad ya no importaba, con hablar con ustedes también podía ir moldeando sus metas, sueños, lo que las volvía más felices. Con el tiempo fui descubriendo las limitantes de todo esto, pero a gran escala eran detalles menores, todo es insignificante cuando se trata de traer a la vida a las personas que más amas, al menos creí que el precio era insignificante. Al tomar sus materiales de trabajo, fue como si firmara una terrible sentencia, las dejé en el limbo, o en algo peor, Tiri. Me prometí que las sacaría de esto, el problema es que cada vez lo descubren más rápido, en ocasiones tú te das cuenta primero y en otras nuestra amada niña Timia, tan inteligente y perspicaz. Sí, me disculpo por darles incapacidades, pero es la única manera en que puedo retrasarlas un poco.

—Entonces, ¿sostienes nuestras almas en las pinturas? —preguntó Tiribinthia.

—Así es, y cada que llegan aquí se ponen en peligro —dijo aquel hombre dañado.

—Tiberus, no tiene sentido cariño. Si en realidad ese tal Carnágulos quiere nuestras almas, ¿por qué te proporcionó esos materiales en primer lugar?  —Tiribinthia se acercó a Tiberus y acarició tiernamente su mejilla— Creo que te están haciendo una mala jugada, estás viviendo un infierno.

—No —replicó Tiberus—, nada que me permita un atisbo de posibilidad para recuperarlas es un infierno alguno.

—Tiberus, tienes que dejarnos ir —dijo Tiribinthia.

—De ninguna manera, Tiri, yo las amo. No me quites esto, por favor —suplicó.

—Lo siento mi amor, pero tienes que continuar —Tiribinthia sonrió con Timia en brazo, con la mano libre tomó una antorcha y comenzó a prender todo en cuanto tenía alrededor.

Las llamas no tardaron en propagarse, los papeles, pinceles, lienzos ardían desprendiendo cada vez más calor. Los artilugios mágicos con los que alguna vez Tiberus pintó chisporrotearon, el hombre intento meter las manos para recuperarlas pero Tiribinthia amenazo con darle un golpe con la antorcha. La madre e hija poco a poco se encontraron rodeadas por círculos de llamaradas.

Tiberus esperó hasta que todo se hubo extinguido, se dejó caer de rodillas y metió sus temblorosas manos entre las cenizas, el llanto del padre era ahogado y doloso.

—Quién diría que una creación del lienzo mágico se daría cuenta que te estaba tomando el pelo antes que tú —dijo una voz nacida de los propios abismos, no una voz vibrante ni gutural, sino una voz limpia y profunda.

Tiberus se quebró en rabia, apretó sus puños al grado de enterrarse sus propias uñas y su cuerpo se agitó violentamente, pataleó en el suelo y después exhaló impotente. Carnágulos se fue con una sonora carcajada dejando un olor a pintura y papel quemado. El hombre después de varias horas se levantó y caminó recorriendo las estancias carbonizadas cuando escuchó unos pasos pequeñitos y observó al suelo, era un pequeño cangrejo caminando de lado, sobre sus pinzas cargaba un pincel. ¡Eso era! El pequeño cangrejo que Tiri había dado a Timia a cuidar. Sonrió a no más poder, se colgó al cangrejo sobre el hombro y con ambas manos sostuvo el pincel dándole un beso. 

  




Divagando sobre Bones

 Voy a aprovechar este espacio para lo que se me dé la gana (?) y no tenerlo tan abandonado. Así que les comparto una de las reflexiones que...